En el camino de vuelta atravesamos pequeños pueblos que se amontonan a los costados de la maltrecha carretera. Son pueblo humildes. Algunos pueblos tienen máquina para separar el arroz de la paja, pero en estos extienden las plantas secas en la carretera y el tránsito de coches y demás vehículos hace el resto. Pequeñas plantaciones de palmeras cocoteras nos miran sin saludar. Intermitentemente aparecen morenos paisanos de enegrecida camiseta y machete en mano que nos tientan mostrando efusivos sus sabrosos cocos de agua, deliciosa fruta que abren delante tuyo demostrando maestría y muy poco apego a las estremidades de sus manos. Se sorbe el agua de sabor sutil y fresco interminablemente, después le devuelves la verde fruta al espadachín para que te la abra de dos golpes certeros y te rebañe su gelatinosa carne blanca. Todo ello por 10 rps.
La visita al parque me ha dejado un excelente sabor de boca. Los cortos safaris en autobús no han sido muy afortunados pues no nos hemos encontrado con la gran atracción que hubiese sido ver al León. Pero nos ha dado tiempo de interrumpir estrepitosamente la merienda de una encantadora familia de elefantes salvajes. Nos miraban sin inquietarse, pero se notaba como el padre, sutilmente, se iba interponiendo entre nosotros y la pequeña cría dispuesto a cualquier cosa si hacíamos algún movimiento en vano.
Vuelvo a Bangalore, a mi apartada casa, apartada de todo excepto del riudo de la carretera y el estrépito de los aviones. Me doy cuenta de que mi desesperación con India es sólo con sus ciudades, sus horribles e irrespirables ciudades.
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